Puertas al Mar
Puertas al Mar Mediterráneo, 2015. Costas de Barcelona. Vélez, Santiago.
El 01 de junio de 1999, el diario el País de España tituló uno de sus artículos con la contundente frase: Poner Puertas al Mar, seguramente buscando ironizar sobre una posible solución para controlar los desbordados flujos de las piraterías humanas que en esa época se presentaban, y aun hoy siguen presentándose, sobre las aguas que separan a África de Europa.
Casi 20 años después, con la necesidad de articular una proximidad sensible con los territorios fronterizos, me dirigí a las costas del Mar Mediterráneo, construí una puerta flotante y la lancé para comprobar si, efectivamente, poniendo puertas en el mar, se controlaban esas nefastas migraciones. Esa puerta, arrojada al mar para navegar en esas maravillosas aguas turquesas, era también un símbolo de la desesperada condición que la misma inmensidad del territorio burlaba de las inoperantes acciones que pretendían aliviarlo. Fue así como, en el Mar Mediterráneo, despedí la primera Puerta al Mar de un proyecto mucho más ambicioso que espero siga creciendo constantemente.
Esa puerta flotando en el mar sobre cuatro bidones y unos escuetos palos de madera, debía ser igual de burda a las condiciones con las que navegan estos viajeros, no turistas, para connotar un estrecho vínculo de proximidad contextual. Ya en el mar, debía adquirir la dimensión del espectro de todo lo otro que terminaba de componerla. Es decir, la puerta navegando debía servir de portal para eso nuevo que los refugiados intentan convertir en hogar y, aunque sea una falacia, ayudar a considerar ese espacio como el acceso a las nuevas condiciones de vida y de vivencia. Por tanto, tenía que sugerir una noción de habitáculo, de espacio imaginado en el que se podía permanecer, estar ahí.
Paradójicamente en las mismas fechas en las que puse a navegar la primera puerta en el paradisiaco Mar Mediterráneo en las costas periféricas de Barcelona, otros procesos migratorios tenían lugar a través de mi país, Colombia, en el que es hoy en día uno de los pasos fronterizos más peligrosos del mundo. En el año 2015 se presentó un desmedido flujo migratorio a través del Golfo de Urabá, en la frontera colombo panameña. Por allí pasaban en aquella época cientos de migrantes provenientes en su mayoría de Cuba, que, entrando por Ecuador y Venezuela, transitaban por toda Colombia, pasando por ciudades como Medellín, para luego estancarse en los pueblos de Turbo y Necoclí, en la costa colombiana de este golfo.
Hasta allá fui varias veces ese año. Lo hice guiado por el mismo impulso que me llevó a poner esa primera puerta en el Mediterráneo. Lo hice también para comprobar que eso que había mirado tan lejano, distante, con tanto recelo y con la precaución que implicaba el desconocimiento y la prevención de los espacios, naciones y estados ajenos al propio, estaba sucediendo en mis territorios más comunes. Todos estos migrantes cubanos a los que también se les sumaban algunos provenientes de África y Asia (estos últimos llegando a través de Brasil para también cruzar casi todo Colombia), llegaban a mi ciudad, Medellín, para pernoctar durante unas noches, mientras terminaban de pactar las rutas y los procesos con los coyotes a cargo y que, en definitiva, no eran otras que la indicación del camino que habían seguido sus predecesores: completar la travesía por mar en el golfo, cruzar luego la espesa selva del Tapón del Darién, para después, continuar por tierra por todo Centro América hasta llegar al país de la oportunidades.
Mi propósito fue entonces generar la misma comprobación inicial, ponerle una puerta al mar en el Golfo de Urabá para verificar una nueva inutilidad desprevenida del mar de turno. Sin embargo, estando allí fue donde pude constatar muchas cosas más. Por un lado, la crudeza que implica pasar por un país en donde existen tantos y variados grupos al margen de la ley y donde, al mismo tiempo, la ley siempre está al margen. Grupos que, cada uno por su cuenta y de manera autónoma, cobran a estos errantes sus respectivas cuotas de “honorario” por dejarlos pasar, por “cuidarlos”, por mirar hacia otro lado o simplemente para imponer su presencia ante la debilidad de unos extranjeros que seguramente no dimensionaban la corrupción colombiana. Ya en Necoclí, un pueblo costero que tal vez antes de esto no estaba en el radar de muchos de mis compatriotas, tuve la oportunidad de conversar con varios lugareños que me describieron la situación por la que pasaban, tanto los migrantes como ellos mismos como testigos inermes de esta inesperada experiencia. Cada historia era más desgarradora que la otra, cada ser humano que transitaba por allí arrastraba tras de sí unas realidades insospechadas y unas necesidades honestas de sanarlas y si no, al menos, de expresarlas. Hoy en día, varios años después, la situación no ha cambiado mucho. Hasta hace pocos días se registró en el espacio público de ese pueblo la presencia de más migrantes que de lugareños, lo que significa también una problemática ambiental y social aún sin resolver.
La puerta navegó, se fue libremente de la orilla, su estela en el mar trazó un rumbo tan incierto como el que tomaron – y tomarán -, cada una de esas vidas en el futuro que transaron desde este punto en adelante.
Posteriormente y con la insistencia de querer cerrar esos mares ante tantas vidas que se han cobrado, me dirigí al Estrecho de la Florida, más exactamente a las costas de La Habana, en Cuba, en las que –a 92 millas marinas de distancia– se vislumbran durante las noches Los Cayos de la Florida por los que cientos de cubanos han buscado huir del “régimen” que los gobierna desde las últimas seis o siete décadas. Esta puerta, hasta ahora la única que no ha navegado a causa de un mar embravecido y obviamente incontrolable por mi parte, hizo que la puerta se me devolviera una y otra vez a un ritmo y potencia superior a mi voluntad, pero que me hizo comprender que la gestualidad propia del acontecimiento, como el fenómeno mismo, me era absolutamente incontrolable.
Unos días antes de la posesión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos y como una estrategia de Obama para anticiparse al posible empeoramiento de las relaciones bilaterales como ya lo había afirmado en su campaña el nuevo mandatario, Cuba y los Estados Unidos firmaron un acuerdo para abolir la ley Pies Secos, Pies Mojados, que fue creada para dar la posibilidad a todo cubano que pisara suelo estadounidense que se quedara en este país sin el temor de ser deportado. La revocación de esta ley, según la radio y televisión estatal cubana, estaba dirigida a “garantizar una migración regular, segura y ordenada”, lo que en términos prácticos solo significaba que los nuevos migrantes perderían la posibilidad de asilo que esa ley les daba. Esta puerta, en este mar, la intenté poner solo 10 días después de que invalidaran dicha normativa y el aura que quedó de esa acción, fue la repetición continua de los fragmentos noticiosos en los que varios periodistas y funcionarios públicos del gobierno cubano, insistían en decir que “los Estados Unidos de América se comprometen a devolver, y Cuba recibirá, a todos los ciudadanos cubanos” que sean interceptados en el mar.
Hasta ahora son tres Puertas al mar con las que me lancé a las aguas para experimentar, desde el arte, lo que pudiera pasar si se ponen barreras en el mar. Quería saber si era posible una solución tan aparentemente absurda como lo es cerrar el mar y con ello bloquearlo a los flujos migratorios.
Hoy en día, y desde el año pasado, la ruta que más han hecho los migrantes para llegar a Europa, es la que conduce desde varias costas africanas hasta las Islas de Canarias. Por tanto, es también, la ruta de más mortandad registrada en las fronteras españolas. Según el informe Monitoreo del Derecho a la Vida publicado por el colectivo Caminando Fronteras, un total de 6.007 personas provenientes de 17 países, en su mayoría africanos, pero también asiáticos, murieron en el 2023 al intentar llegar a través del Océano Atlántico a las islas españolas.
Puertas la Mar – Canarias, será entonces la siguiente puerta. Con las vicisitudes que pueda traer este nuevo mar y este nuevo puerto, será la nueva comprobación -poética-, de la infructuosa tarea de cerrar el mar ante los agravantes que suponen las masivas migraciones y los desesperados esfuerzos que hacen estas personas por lograr un poco de alivio ante las difíciles situaciones que viven en sus lugares de procedencia. Seguramente será, de nuevo, una solución inútil e infructuosa que cierre tras de sí el espectro vacuo de las ilusiones de aquellos que buscan un nuevo lugar en el mundo.
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