GEOGRAFÍAS DE CAZA HUMANA: CONTROLANDO LA MOVILIDAD MIGRANTE

GEOGRAFÍAS DE CAZA HUMANA: CONTROLANDO LA MOVILIDAD MIGRANTE

Frontera de Irún. Foto de Ignacio Mendiola

 

Podemos hacer el ejercicio de pensar la práctica de la caza como una suerte de reservorio metafórico que se puede llevar a ciertos ámbitos de lo social. Pero no como mero juego imaginativo que carecería de proyecciones materiales concretas. Se trata de rescatar, por el contrario, aquello que subyace a lo metafórico en lo que este tiene tanto de articulación de un plano de sentido como de apertura a un curso de acción que afecta a los espacios sobre los que se proyecta. Leer, desde esa doble dimensión que abre la metáfora, ciertas prácticas sociales como si fueran ejercicios cinegéticos en donde nos encontramos con cazadores que persiguen presas, con batidas que buscan rastros, con piezas abatidas, con cuerpos que huyen. Proyectar la imagen de la caza sobre lo social para acercarnos a ciertas geografías como si fueran, por extraño que pudiera parecer en un primer momento, escenas de caza de personas. Convertir, entonces, la imagen de la caza en una trama analítica y narrativa que acaso nos permite releer algunas prácticas sociales, permitiéndonos así tomar mayor conciencia de ciertos afectos y efectos con el fin de articular un análisis que quizás nos abra a otros planos de significación.

Y hacerlo recordando que la caza, en épocas pasadas, se pensó como una práctica que constituía una preparación para la guerra, que cazar no era sólo algo que se hacía para lograr el cuerpo muerto de un animal sino que también posibilitaba, por lo que su ejercicio mismo exigía, la producción de la subjetividad del cazador como un ser ágil, disciplinado, atento, un ser que, a la postre, se acomodaba a la perfección para el ejercicio de la guerra, como si la exigencia irrenunciable del cazador de estar alerta, escudriñando las señales de los rastros, inspeccionando el terreno y los movimientos de la presa que ahí pudieran darse, constituyese ya, en sí mismo, una preparación idónea para convertirse en guerrero.

Y no olvidar, asimismo, que la diosa griega a través de la cual se recrea el mundo de la caza, Artemisa, es también una figura asociada a las fronteras, a la necesidad de traspasar los límites de lo conocido, de la cultura, para adentrarse en lo agreste y lo indómito, allí donde pudiera esconderse una presa que se anhela, esa geografía salvaje a la que habrá que ir y de la que habrá que regresar. Cazar impulsado por un deseo que no se detiene en la frontera, sino que juega con las fronteras, las traspasa, acaso las reconfigura para convertirlas en un espectro que recorre el espacio de la batida.

Desde ahí, en la apertura que nos proporciona este doble apunte, acaso nos podemos acercar a ciertas modulaciones de lo cinegético que recorren (algunos de) nuestros espacios como si fueran ejercicios bélicos que reconfiguran las fronteras, como si la subjetividad que ahora encarna la presa fuera ya una otredad de la que se borra su humanidad y se precipitase por una animalidad desprovista de reconocimiento que posibilita la caza misma, un cuerpo-otro sobre el que se libra una guerra (no) declarada, una guerra sin fronteras, una guerra encarnada y encarnizada.

No hay un único cuerpo que encarne la otredad de la presa. Hay una heterogeneidad de las presas animalizadas, como también la hay, por su parte, en el ejercicio mismo de cazar. Pero se podría añadir que hay un cuerpo que adquiere una notoriedad palmaria desde la que se recorta una diferencia indudable: el cuerpo-migrante que busca espacios en los que poder habitar (sin sentirse presa). Sobre ese cuerpo, que el discurso securitario ha lanzado a la categoría de lo amenazante, se establecerán mecanismos de control que, en sus diferentes modalidades, pasan por detectar, rastrear y, eventualmente, abatir, detener o expulsar. El cuerpo migrante, por ello, habita una geografía securitizada convertida en una geografía de batida que, según las coyunturas, las características de esos cuerpos y las movilidades en las que están inmersos, adquiere unos formatos diferenciados que, en cualquier caso, comparten ese fondo simbólico que ha impregnado ya de amenaza potencial a la migración.

A la amenaza se llega, por una parte, desde el fondo racializado de la herencia colonial, esa matriz de violencias simbólicas y materiales que apuntala y propaga una jerarquía de la subjetividad en tanto que eje central y regulador de la modernidad. En lo amenazante habita una otredad inferiorizada desprovista de reconocimiento, una piel sobre la que se proyecta y desde la que se vivencia una trama diversa de racismos que recorre la subjetividad y los espacios reservados para ella. Por otra parte, ligado a lo anterior, lo amenazante irrumpe cuando, pese a todo, pese a las prohibiciones existentes, se practica una movilidad indócil que persevera en su intento por cruzar las fronteras. No es de extrañar que el ordenamiento de los espacios y de las movilidades, convertido en uno de los elementos centrales del ejercicio del poder que se quiere anti-nómada, confiera una impregnación de riesgo y amenaza a esos cuerpos que no respetan los cauces establecidos. El cuerpo migrante encarna así este doble dictamen de lo securitario proyectándolo hacia una inferioridad simbólica (con su piel racializada) y una peligrosidad material (con su movilidad ilegalizada). Sobre ese cuerpo, por lo que encarna (por lo que es) cabe ya proyectar, sobre la base de la legitimidad que confiere el discurso hegemónico de lo securitario, una batida multiforme que culmina la deshumanización del cuerpo migrante.

La batida es el ejercicio mismo de la guerra (no) declarada, el ejercicio impune de la violencia securitaria proyectada sobre los cuerpos, el fondo potencialmente necropolítico que recorre la biopolítica de la gubernamentalidad neoliberal regulando las movilidades. En la batida se amalgaman la regulación jurídico-normativa (abriéndose igualmente a la lógica de la excepcionalidad que amplifica el ejercicio del poder), la tecnologización (aumentando su capacidad invasiva y su potencial óptico), la militarización (con las fuerzas de seguridad desplegándose y ocupando los espacios). Desde ahí, en esa amalgama que da lugar a diferentes dispositivos, se ejerce un control que abandona la fijación del panóptico para abrirse a una movilidad continuada que puede leerse, en sí misma, a modo de una frontera que se desplaza por las geografías para detectar y rastrear la presencia del cuerpo migrante. Cuando la frontera deja de ser una mera línea que divide la demarcación soberana de los estados, cuando se tecnologiza, militariza y externaliza para consumar recurrentemente el rastreo del cuerpo migrante, la batida se puede leer ya a modo de una frontera móvil ejercida por las fuerzas de seguridad.

Rastrear lo amenazante cuando se acerca a la frontera que desea cruzar mediante dispositivos de vigilancia (con un uso creciente de drones en la frontera sur europea), devolverles a los estados desde los que salieron, fortalecer los vínculos con estados que vulneran sistemáticamente los derechos de los migrantes para que actúen como policía fronteriza y promover, con ello, que el cuerpo migrante tenga ya que adentrarse en espacios hostiles por los que intentar seguir pasando, ahí donde la posibilidad de la muerte acecha continuamente. Y, acaso, cuando se llega a atravesar una línea fronteriza, experimentar en el propio cuerpo que la frontera se ha replegado sobre sí misma para continuar acechando a esos cuerpos ilegalizados, que hay prácticas cinegéticas (devoluciones en caliente, redadas, notificaciones para personarse en dependencias policiales) que consuman la captura, que la línea de la frontera puede mutar en una multiplicidad de fronteras distintas, internas, que se abren a exclusiones (laborales, sanitarias, habitacionales) de diverso tipo. Experimentar así el miedo a ser cazado y deportado, a que te roben todo el tiempo invertido para poder llegar y habitar espacios con dignidad, el miedo incrustado en la piel desde el que también se quieren producir cuerpos dóciles que habiten una economía precarizada.

Sentir el amplio espectro de la batida, la insensibilidad con la que esta se despliega, el modo en que se coaliga con la producción de sufrimiento. Sentirse en una batida en donde la posibilidad de una muerte directa (quedando abatido por la seguridad), está tendida sobre el terreno (ahí tenemos Tarajal, Nador, y otros lugares invisibilizados que no conocemos, con sus muertes que quedan impunes), pero en donde quizás adquiere una mayor preponderancia no tanto la muerte directa, el abatir a la presa, cuanto un exponer a la muerte, un hacer que se construye de forma rutinizada, banalizada (ahí tenemos la negación del rescate, el ahuyentamiento a lugares como Libia). Una batida, en consecuencia, que se despliega entre el quedar abatido, la detención (por tiempos variables, en condiciones de habitabilidad diversas, pero a menudo precarizadas) y de ahuyentamiento (hostigamientos, expulsiones). Sentir todo ello, habitar la indiferencia, experimentar que la frontera no es solo algo que impregna los espacios, sino que es también algo que atraviesa los cuerpos de piel racializada, que el cuerpo migrante, en última instancia, se convierte en un cuerpo atravesado por la frontera, en un cuerpo-frontera.

La batida, desde su diversidad cinegética, arroja entonces la pieza, ese cuerpo sin vida que lo securitario vuelve a tratar con desprecio. Evidenciando que, en torno al sujeto amenazante, se puede desplegar toda una densa trama económico-tecnológica desde la que se articulan dispositivos para detectar e identificar, pero cuando el cuerpo-frontera se ha convertido en cuerpo sin vida (con una ausencia, por ejemplo, de protocolos forenses estandarizados para identificar los cadáveres), el descuido al que se ve sometido ese cuerpo evidencia una carencia que no es sino reflejo de un racismo institucional.

Pero la batida también nos confronta con la huida, con la búsqueda de espacios a quien se le niega el espacio, con el intento, pese a todo, de persistir en el deseo de seguir adelante, atravesando las fronteras que atraviesan los cuerpos, con una existencia, en definitiva, que en su estar mismo expresa una resistencia a no quedar inmersa en la deshumanización que expele la caza. Una huida que, en todo caso, no compete únicamente al cuerpo-frontera que esquiva al tecno-cazador securitario en los diversos formatos en los que este irrumpe. La huida debe ser también colectiva. Una huida del hechizo bélico de la seguridad que descontextualiza y deshistoriza lo amenazante, como si este fuera una realidad que existe al margen de la propia seguridad, como si la propia performatividad de la seguridad no produjese lo amenazante para legitimar su actividad cinegética.

Una huida colectiva que hay que negociar y ensayar porque exige un ejercicio de repensar nuestras geografías y nuestras subjetividades. Una huida en la que cuerpos diversos se encuentran sin tener que pedir necesariamente la integración de los cuerpos-fronteras que llegan, que ya están. La integración solo se puede demandar manteniendo la matriz colonial que reproduce las heridas de violencias simbólicas y materiales. Lo que hay que ensayar es la co-habitación, el compartir el espacio, la apertura a geografías humanizadas sustentadas en el reconocimiento del otro. Ahí, la espacialidad, esa trama compartida de espacios sentidos, habitados, construidos, deviene experimentación colectiva en donde habría que quebrar radicalmente la posibilidad de la guerra (no) declarada que despliega la batida. Huir de la seguridad, del consenso bélico, para abrirnos a otros afectos, a otras tramas de relacionalidad.

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Ignacio Mendiola

Doctor en sociología y profesor de sociología en la Universidad del País Vasco. Sus principales líneas de investigación giran en torno al modo en que las relaciones de poder inciden en la producción de sujetos y espacios. Esta ha sido la base desde la que he realizado en los últimos años investigaciones sobre políticas securitarias atendiendo a su reflejo en la cuestión migratoria y fronteriza. Su último libro es El poder y la caza de personas. Frontera, seguridad y necropolítica (Bellaterra, 2022).